El jefe de Starbucks debería olvidar la empatía y mostrar más respeto
Lucy Kellaway
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Lucy Kellaway
El director ejecutivo de Starbucks no tiene derecho a dirigir la vida personal de su personal.
Apenas hace unas semanas, en esa época inocente cuando la posibilidad de que una estrella de telerrealidad Donald Trump pudiera ocupar la Casa Blanca era espantosa pero remota, Howard Schultz se sentó a escribirles una nota a los aproximadamente 100.000 estadounidenses que sirven café en sus tiendas. Había un vacío de liderazgo en Estados Unidos, señaló el jefe de Starbucks, un vacío que él se apresuró a llenar personalmente.
“Hemos perdido la fe en lo que todos hemos creído, la promesa de Estados Unidos”, escribió. “Pero ustedes son la verdadera promesa de Estados Unidos. Mi fe en ustedes me ha vuelto más optimista que nunca. Hoy, no quiero hablarles sobre nuestro negocio o la marca Starbucks. Hoy quiero hablar sobre ustedes como personas”.
Hay mucho que admirar en este lenguaje sencillo y emocionante, pero por otra parte me dejó perpleja. ¿Por qué tiene más fe que nunca en sus empleados como personas? ¿Qué han hecho para merecerla? Él no lo dice. En vez de eso, prosigue así: “Ante esta elección épica e impropia... y la escasez de verdad y el vacío en el liderazgo, todavía podemos hacer una diferencia en las vidas de las personas con las que nos topamos e influenciamos cada día. Compasión, empatía, y sí, amor es lo que necesitamos”.
Quizás será porque soy londinense, pero leí esto y me sentí ligeramente indignada. Howard Schultz tiene mucha razón en que si todo el mundo fuera siempre bondadoso con los demás el mundo sería un lugar mejor. Pero a) eso no va a suceder; b) definitivamente no va a suceder sólo porque lo diga el jefe de una empresa que vende café; y c) no estoy segura qué le da a él la tribuna para hablar así. Schultz no fue elegido. Tiene el deber de portarse decentemente con su personal y sus clientes. No tiene el deber -y en realidad tampoco el derecho-, de cuidar sus vidas espirituales o decirles cómo deben portarse cuando se van a sus casas.
El mensaje sigue: “Debemos comenzar hoy a reconocer el poder que tenemos para demostrar el entendimiento, y para despojarnos de las diferencias que nos dividen”.
Estoy de acuerdo que sería hermoso si pudiéramos despojarnos de nuestras diferencias. Pero una diferencia que divide a Schultz de las personas que preparan sus cafés de canela descremados es que su patrimonio neto es US$ 2.900 millones mientras que algunos de sus empleados ganan alrededor de US$ 10 por hora. Esa es una diferencia bastante considerable. Y el café gratuito y otros beneficios que recibe el personal que trabajan en Starbucks en realidad no hace mucho por ayudar a reducir esa brecha.
Y Schultz luego concluye con la siguiente frase: “Este domingo, donde quiera que estén, hagan lo que hagan, deben saber que les envío mi amor y mi respeto.”
No está claro cómo le puede enviar su amor a 100.000 personas que mayormente no conoce y cuyos nombres ignora. Ésta es una diferencia entre la deidad y los mortales: Dios puede amar a todo el mundo, pero en el caso de los humanos, no podemos amar a alguien sin primero llegar a conocerlos.
Y sin embargo, esta idea de la empatía en la vida corporativa está ganando terreno. Más tarde esa semana se publicó el Índice Global de Empatía, que clasifica a las empresas basándose en su comportamiento en las redes sociales y varias encuestas de opinión. Hay mucho en esto que no tiene mucho sentido. El año pasado Microsoft se ubicó en el primer lugar del ranking, pero poco después eliminó varios miles de puestos de trabajo, lo cual no me parece ser tan empático.
Igualmente, dudo que se pueda medir la empatía con un solo número agregado. La empatía se define como la habilidad de comprender y compartir los sentimientos de otras personas, y por lo cual las redes sociales no son el lugar obvio para salir a buscarla.
Más fundamentalmente, la empatía no es necesariamente buena para los negocios, o para nosotros como individuos. Recientemente salió un gran artículo en Harvard Business Review que apuntaba a cómo la empatía es peligrosa si es exagerada. Para empezar, es agotadora. Los trabajos que requieren mucha empatía -como trabajar en un hospicio- nos dejan destrozados y al borde de un ataque de nervios. En segundo lugar, es un juego de suma cero.
Si me paso el día siendo empática en el trabajo, no me queda nada para cuando llego a casa. Y en último lugar, demasiada empatía puede llevar a malas decisiones.
Yo no quiero que mis empleadores sientan mi pena. No tienen que amarme. Sólo tienen que portarse decentemente conmigo. El respeto y la dignidad van muy lejos, y en caso extremo, si, digamos, un miembro de mi familia cayera enfermo, preferiría que mis jefes se olvidaran de la empatía y adoptaran una actitud de simpatía, y me dieran todo el tiempo libre que yo pudiera necesitar.
Lucy Kellaway, columnista del Financial Times